domingo, 28 de agosto de 2016

Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Kenzaburo Oé




En el Japón de la Segunda Guerra Mundial, próximo a la derrota, unos niños son llevados desde el reformatorio en el que viven a un pueblo alejado en las montañas. Sus habitantes los acogen con desagrado y un rechazo fundado en el miedo, pero apenas hay tiempo para nada porque ante la inminencia de una mortal epidemia huyen y abandonan a los niños en el pueblo solo un día después de su llegada. La única salida del lugar es bloqueada y se les amenaza con un disparo si intentan sortearla. La única opción de estos chavales será sobrevivir en ese pueblo, afrontar las penalidades que surjan y organizarse como puedan en unos días posteriores en los que no solo acecharán las dificultades sino la propia muerte.


La novela presenta perfectamente la oposición entre el mundo de los adultos y el de los niños. Con la distancia adecuada, el aislamiento en el pueblo que padecen los protagonistas recuerda a la genial novela de Goulding El señor de las moscas, pero hay diferencias con la obra de Oé puesto que resalta más la fricción que se produce con los adultos. Los niños, con la marca del reformatorio, son tratados como animales con los que no se sabe qué hacer. Son insultados y observados con desconfianza, no por lo que hacen sino por lo que quizá podrían hacer, como si todo fuera un ataque preventivo en una crítica velada a una sociedad en la que impera el castigo. Entre los niños los hay de todas las edades, algunos casi adolescentes y es precisamente uno de los más mayores el que ejerce de líder y narrador de la historia en una exposición de los hechos sin queja pero si con un reproche rabioso a los que los abandonan. 


El relato permite situarse perfectamente en ese pueblo japonés inaccesible y perdido entre las montañas. La descripción plena de adjetivos no carga en absoluto y permite al lector concebir una idea precisa del lugar, de los bosques tenebrosos que lo rodean llenos de alimañas, de las casas con los tatamis desnudos y los troncos prendiendo en el hogar, de la nieve caída con toda su pureza y los pies congelados cubiertos de sabañones y esa misma nieve sucia por el barro. En ese marco los acontecimientos se suceden lógicos, porque la epidemia no parece esfumarse y aunque puedan disfrutar de una comida frente a la hoguera y canten juntos, las sombras y el estigma se ceban con el grupo. Oé conduce la obra perfectamente y es capaz de generar en el lector sentimientos e incluso esbozar una sonrisa ante la ingenuidad de los niños. Sin embargo predominan las escenas duras y descarnadas. Parece como si el camino de esos niños fuera un sueño imposible, algo irreal y perecedero que tiene que acabar como todas las ilusiones, con un desvanecimiento inevitable. 


Una obra muy breve escrita sin rodeos que a pesar de mostrar a un grupo de niños alcanza directamente al mundo adulto. La literatura es eso en muchas ocasiones, un cuadro que ofrece una conclusión para algo distinto a lo que muestra. En el fondo se aprecia una sociedad asustadiza que, a punto de caer por la presión de la guerra, continúa generando dolor y soledad.

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