Philip Roth murió ayer. Con su
muerte se va una figura de relieve de la narrativa contemporánea, un disector
de la clase media norteamericana que convirtió Newark no solo en escenario de
personajes poliédricos, complejos y atormentados a los que el destino machacaba
con su aleatorio golpeo, sino un lugar familiar para la emocionalidad de sus
lectores. Un excelente escritor que estoy seguro resistirá el paso de las décadas
por la atemporalidad de sus historias y una forma compleja pero envolvente. La noticia
de la muerte se cuela en la insípida actualidad de voces en cuello y
banalidad, pero quizá su desaparición deba apreciarse como un segundo de
silencio necesario entre tanto ruido. Un silencio que solo expresa que el ser
humano ha dejado de existir, pero que persiste la literatura con una armonía
irrefrenable.
jueves, 24 de mayo de 2018
miércoles, 2 de mayo de 2018
Molloy, Samuel Beckett
No comencé a leer Molloy de modo casual. Beckett influyó, pero también algún comentario de
otros autores sobre la obra. Luego, por mi cuenta, buceé por Internet, pero la
búsqueda no resulto intensa porque acabé en
Wikipedia. La breve reseña
resume la obra a la perfección. Dice que
se divide en dos partes. Una sobre Molloy y otra sobre Moran, los dos
personajes. La primera consta de dos párrafos, el primero abarca unas líneas,
el segundo ochenta páginas. Sí, ochenta páginas sin parar sacadas de la mente
de Molloy. No hace falta saber mucho más para intuir que lo que se avecina es
algo peligroso. Porque tanto esta parte como la correspondiente a Moran son
pura corriente de la conciencia, relato hilvanado desde la propia mente de los
personajes que conducen al lector a lugares inexplorados de artificio,
enajenación y puro humor. No hay estructura, trama, hilo conductor. Ni siquiera
hay un plano que pueda llamarse real, un asidero a un mundo cotidiano en el que
la suma dos y dos sean cuatro.
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