Una mañana de
sábado desperté algo aturdido porque no era capaz de articular palabra. Solo
emitía sonidos onomatopéyicos que la persona que compartía conmigo ese temprano
momento identificaba con afirmaciones, negaciones o exclamaciones. Inmediatamente
asocié esta anomalía con un ataque de ficción causado probablemente por una
transfiguración literaria de mi personalidad. Como soy una persona de entidad
débil que niega constantemente el mundo supongo que deseaba transformarme en un
personaje literario. Quizá mi esperanza era la de convertirme en un ser
distinto para reinventarme en un individuo que afrontara la vida real, aquella
que se antoja tan complicada, de un modo novedoso. Quizá deseaba romper el
aburrimiento o directamente mis nervios se habían desmenuzado. El ataque apenas
duró un par de horas y, salvo esa persona que soportaba mi despertar, nadie se
percató de la imposibilidad de pronunciar palabras en aquella soleada y tibia
mañana de sábado. Lo más llamativo fue que a la gente que coincidió conmigo en ese
ataque de ficción no le supuso ningún problema que solo pudiera decir cosas como
mmm a sus afirmaciones o preguntas. Si cuento esto es porque la literatura
tiene ramificaciones que llegan más allá de lo imaginable. Si se parte de esa
contradicción que dice que la literatura representa la propia vida pero que es ajena
a ella, todo puede ocurrir. Tanto en el relato como fuera de él. Creo que al
protagonista de El mal de Montano le
sucede algo similar con las ramificaciones de la literatura. Padece
inicialmente esa enfermedad por la cual todo lo relaciona con la literario y
posteriormente se erige como un acérrimo defensor de la literatura frente a
todos aquellos que quieren destruirla, entre los que probablemente me encuentre
yo con estas reseñas que realmente solo buscan hacer de recordatorio de mis
lecturas y que no sé si alguna vez habrán conseguido su propósito.