El mundo de los prodigios es
el último libro de la trilogía de Deptford cuyas dos anteriores novelas, El quinto en discordia y Mantícora, han sido comentadas en este
blog. Robertson Davies narra en esta tercera obra la vida de Paul Dempster,
convertido décadas más tarde en el enigmático y genial mago Magnus Eisengrim,
con la pretensión de cerrar el trío de historias entrelazadas que comenzó con
Dunstan Ramsay, continuó con Boy Staunton y acaba con el propio Eisengrim.
Este tercer libro baja por desgracia el nivel respecto a las dos obras
anteriores.
La historia
de Magnus Eisengrim es tan sórdida como atractiva, algo que no extraña porque todo comienza en carnavalesco circo de
medio pelo en el que lo extravagante resulta común, pero donde la rutina desgasta y
la bajeza está tan a la orden del día como en cualquier otro oficio. Un día,
Paul Dempster niño se escapa de su casa, a pesar de la cerrada negativa de su
padre, para ir a la feria del pueblo. La casualidad, el destino o la mala
suerte, hará que abandoné de modo abrupto el pueblo de Deptford tras ser violado
y secuestrado por el mago Willard, al que a partir de entonces ayudará en su
espectáculo de magia. El pequeño Paul tendrá como misión introducirse en las
entrañas de Abdalá, una especie de muñeco mecánico gigante desde cuyo interior accionará
sus brazos y manos para manejar las cartas frente a pueblerinos que se creerán
engañados por un robot. Hasta convertirse en Magnus Eisengrim, el protagonista
recorrerá Canadá como miembro del circo, cruzará el charco huyendo de la
policía para ejercer de mago, actuará como doble de un trasnochado actor de
teatro en Londres y pasará la Segunda Guerra Mundial arreglando juguetes antiguos
en un castillo de Suiza. Una historia singular pero, ¿por qué no funciona la
obra?
Davies
escoge un formato equivocado para contar la historia. El amigo de Magnus y
personaje capital de la trilogía, Dunstan Ramsay, ejerce de narrador, pero el
testimonio del mago se realiza a través de un diálogo entre varias personas en
el que el mismo Magnus cuenta su historia. Este interpreta a Houdini en un
documental para la BBC y de repente se encuentra narrando su vida en varios
episodios a tres miembros del equipo de rodaje —director, cámara y productor—,
a Ramsay y a la amiga de ambos, Liesl.
Al final el diálogo se transforma en un monólogo, el narrador resulta un
mero apuntador que a lo sumo señala quien habla y los personajes del rodaje son solo figurantes por mucho que Davies se saque de la chistera un truco a
mitad de la obra para justificar su presencia. Las digresiones son de una
intelectualidad a veces insufrible y no se encuentran al servicio de la
historia. En las novelas anteriores aportaban cohesión y profundidad, pero en
esta novela parecen simple relleno ornamental. La muerte de Staunton, que en El quinto en discordia representaba el
comienzo de esta trilogía, se resuelve en la última parte de modo forzado.
Creo que hay
un hecho en la novela que muestra que el truco no termina de funcionar. El
pequeño Paul es un niño de diez años
—hablo de memoria, año arriba, año abajo—cuando se introduce en las entrañas de
Abdalá para sustituir a su antecesor, un enano borracho, y allí seguirá durante los diez años siguientes. ¿Todavía cabe en el exiguo espacio que le permite el artilugio mecánico cuando crece hasta convertirse en un joven? Se dice que es
enclenque y bajito, pero de ningún modo enano. Este es un detalle que pasa
desapercibido, pero choca con lo real. Davies se empantana en circunloquios
pomposos y descuida un detalle que parece nimio, pero que otros autores habrían
cuidado muy mucho en limar.
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