Houllebecq es el de siempre, aquel de Ampliación del campo de batalla, Plataforma o Las partículas elementales. Un tío que no escribe particularmente bien, que en Serotonina no configura siquiera una historia, mucho menos una trama y que se limita a epatar, a ser políticamente incorrecto. Algunas veces, muchas, solo lanza mierda contra el lector, que si sabe guarecerse llega a disfrutar del vuelo de perdigonazos, pero que puede cansarse a la primera hoja. Houllebecq sigue siendo él, no hay muchos más como él y desde luego sabe tocar la tecla para incomodar con toda clase de anécdotas que muestran las fisuras o quizá más bien grietas, de la clase media europea. Lo que Ford o Roth hacen con lenguaje y sutileza, Houllebecq lo hace mediante un pedo supersónico a última hora de la tarde. Está claro que me ha contagiado su escritura y delirio.
En Serotonina un hombre de
algo más de cuarenta años, con un trabajo anodino y una vida acomodada pero
invisible tiene una especie de epifanía erótico-sugestiva tras una conversación casual con dos
jóvenes en una gasolinera de Almería. Poco después decide abandonarlo todo y
encaminarse en un viaje hacia la nada con paradas en su pasado. De manera pausada se encamina hacia la desaparición. Sin
trabajo, vive de rentas y habita una habitación de un Mercure. No tiene deseo
sexual, ni relaciones humanas y está cargado de antidepresivos. En definitiva,
una fiesta, como se diría coloquialmente. Pero en este recorrer su vida,
Houllebecq, alter ego mediante, saca la navaja oxidada y atiza, ridiculiza, critica.
La actitud insolente del protagonista saca a cualquiera de sus casillas,
cualquiera aborrecerá su simpleza en interpretar relaciones, su desidia y
su prepotencia: no te enfades, es solo artificio.
Dicho lo anterior, Houllebecq
aporta algo. En sus primeras novelas impactaba. Le importaba algo más la
historia y afinaba cuando tocaba el sexo sórdido. En Serotonina simplemente
desbarra con delirios pornográficos como las relaciones múltiples de su novia
japonesa. Resulta grotesco. Pero también hay puntos positivos. No tiende
al adorno innecesario, es explicativo pero va la grano, y a su
manera ruidosa permite cierta reflexión sobre la sociedad, que no
social. Y también te ríes, por mordaz y excesivo. No hay que ofenderse, no hay
que tomárselo muy en serio.
Y para acabar, fuera ya de la estructura rígida y aburrida de mis reseñas, me retractaré de que Houellebecq no escribe bien. No sé si lo he dicho antes, puede que borrara esa frase. En todo caso hace algo muy bien. Sabe captar la atención y una vez ahí mostrar. Muchos grandes escritores tienen que exprimirse para hacerte llegar a un lugar concreto., pero él no. En Serotonina hay una escena complicada en una autopista en la que ves el Houellebecq puro con una sucesión de imágenes impactantes, un relato ordenado, directo y la sensación de estar viviendo algo intenso e inclasificable.
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