sábado, 20 de mayo de 2017

Vertigo, W.G. Sebald






Vértigo (1990) resulta una obra difícil de clasificar y escasamente convencional, que nunca podrá abarcar un gran público, pero que definitivamente suscitará la curiosidad de los que quieren conocer autores como el propio Sebald. Una obra heterogénea y completa que va del ensayo al libro de viajes, de la descripción más detallada, casi decimonónica, a la digresión, del salto temporal al difuminado de la realidad. El narrador puede ser el propio Stendhal, cuya voz permite un valioso relato sobre la memoria en medio de la trifulca napoleónica, o un escritor que viaja por ciudades como Viena, Verona, Venecia o Milán en un presente contemporáneo. Un narrador que recuerda al propio Sebald y que ofrece un itinerario que combina la reflexión sobre literatura y el arte con el regreso a los momentos de infancia que iluminaron lugares tan contradictorios como el deseo o la muerte. Un cuaderno de anotaciones de un personaje peculiar y poco tratable como es ese escritor que se empeña en encerrarse en habitaciones y transitar algunos  incómodos recodos del recuerdo.

El autor es libre y no se acoge a norma alguna para conseguir una obra evocadora, pero que con el abigarrado conjunto que presenta tampoco puede extrañar que resulte ajena por momentos. En mi caso algunos pasajes, sobre todo aquellos en los que se incide en la descripción, me han resultado más áridos. Aunque pueda ser pecado decir algo negativo de Sebald creo que no se molestaría en absoluto y que es enteramente razonable en este tipo de literatura. Otros momentos de la obra son magníficos. La libertad en la creación imprime en el lector una sensación de inestabilidad, quizá de vértigo. Un texto profundo, poco digerible, original y dispuesto solamente para los que se atrevan a embocar escarpados terrenos literarios. Los amantes de la narrativa de trama y estructura deberán obviarla porque aquí se verán asaltados por la enrollada madeja del arte por el arte.

Quizá Vértigo sirva para entender al escritor en su estado puro, para comprender los elementos que configuran la mera digresión literaria. Aquella que permite la composición del mundo y convierte a la palabra novela en una etiqueta confusa.




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