martes, 28 de febrero de 2017

La subasta del lote 49, Thomas Pynchon




Las batallas de Pynchon son aquellas que se libran entre los admiradores del enigmático autor, considerado uno de los grandes de la literatura norteamericana del siglo XX, y los que creen que es puro artificio ininteligible. Un duro conflicto que parece encuadrarse en la eterna lucha entre realistas y vanguardistas, que muchas veces tiende, como acabo de hacer, a poner etiquetas inútiles. Pero como es humanamente imposible obviar el etiquetado, no queda otra que hacer lo propio con Pynchon y confirmar que es vanguardista. Su narración, por decirlo de alguna manera, choca con algunos lectores acostumbrados a estructuras de novela más comunes. Otros lo integran dentro de ese grupo de escritores que han aportado algo tangible a la literatura moderna. De cualquier manera, leer algo de él supone un interrogante. Sin embargo, La subasta del lote 49 no parece ser la mejor obra para salir de dudas, puesto que es la novela más convencional del autor —según la propia crítica— y también la más breve. De todos modos, es una obra bastante peculiar.

La subasta del lote 49 no resulta compleja por la narración, que es lineal. Supongo que lo que altera más al lector es la propia historia, plagada de personajes grotescos, que además toma un rumbo que puede acabar siendo desbordante. El libro parece más bien una bacanal, un viaje de ácido, divertido en ocasiones y mareante en otras. El argumento comienza cuando Edipa Maas, personaje central y heroína lisérgica de esta historia, recibe el encargo de gestionar la herencia de un olvidado amante muy rico que, no se sabe muy por qué, ha decidido que ella asuma semejante responsabilidad. No tiene ni idea de asuntos legales, pero viajará a San Narciso —lugar donde el muerto construyó un pequeño imperio— para intentar asumir su papel. Mientras intenta calibrar lo que ha de hacer se verá envuelta en un universo de personajes masculinos inclasificables y también, de modo trompicado e inverosímil, descubrirá una conspiración en el sistema de correos que ha durado durante siglos y que se originó en Europa —parece que el iniciador fue un español—. Semejante argumento se emparenta directamente con el delirio. Hay una trama, cierta intriga, diálogos, escenas y multitud de personajes, pero todo está envuelto en una psicodelia que avanza hacia un final abierto que puede antojarse decepcionante.

Mi opinión sobre la obra se queda en una zona templada  Ni me ha entusiasmado ni me creo que sea puro humo. El comienzo es sugerente y divertido y algunas de las escenas principales, como aquella que se desarrolla en el motel donde la protagonista conoce al abogado con el que debe colaborar, son hilarantes. Hay un bote de laca que sale volando, rompe el espejo del baño, entran en la habitación  los miembros de un grupo de música poco ortodoxo y mientras sucede esto en el televisor hay una película de guerra en la que el protagonista es el propio abogado. Otras pueden resultar incomprensibles. Se puede acabar sin problemas la obra y seguir los acontecimientos, pero tampoco creo que atesore la calidad que se supone a uno de los escritores norteamericanos de referencia. La recomendaría al lector que sienta curiosidad por Pynchon, pero no al acostumbrado a historias lineales poco dadas al consumo de LSD y las extrañas conspiraciones de correo sin final concreto.

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