El israelí Yoram Kaniuk (1930-2013) escribió El hombre perro en 1968. Hasta el año 2007 no fue publicada
en español por Libros del Asteroide. En el 2008 la obra fue llevada al cine de
la mano del director Paul Schrader.
Adán Stein era un famoso payaso
en la Alemania de antes de la Segunda Guerra Mundial, pero tiempo después se convirtió en un judío más
recluido en un campo de concentración. Klein, el comandante del campo,
reconoció desde un pasado remoto al hombre payaso y le concedió una escapatoria
a su destino a cambio de un cruel encargo: entretener a los judíos camino de la
cámara de gas. Más de veinte años después del final de la guerra, Adán es de
nuevo recluido, pero esta vez en un hospital psiquiátrico, tras intentar
estrangular a la dueña de la pensión en la que vive. No es la primera vez que ingresa en un
hospital en medio del desierto israelí de Arad que en su mayoría acoge a
víctimas del Holocausto. Su vuelta supone el regreso a un lugar en el que se
mueve como pez en el agua y en el que el resto de personajes, tanto pacientes
como trabajadores, parecen absortos en su figura como si todavía fuera el
artista de antaño: una enfermera que está profundamente enamorada de él, un
niño que se hace pasar por perro y que irremediablemente le recuerda a él mismo,
un doctor con el que mantiene una relación tumultuosa, un enfermo que se hace
llamar Miles Davis o una mujer que espera la conduzca a Dios, por poner solo
algunos ejemplos. Estos personajes de carne y hueso conviven con otros difusos
en la mente de Adán como el propio comandante Klein, la esposa y la hija a las
que entretuvo antes de morir en la cámara de gas o la única hija superviviente con
la que nunca llegó a reencontrarse tras la guerra. Una historia intrincada sin
trama alguna, solo una huida hacia delante, con un personaje tan genial como
desequilibrado, tan egoísta como cercenado por el dolor, la culpa y el
abandono, que suspende al lector en una narración propia del equilibrismo.
El hombre perro es una novela compleja con un universo particular
que solo puede funcionar con la narración que plantea Kaniuk. El protagonista y
los personajes que lo rodean, sean o no pacientes, tienen un trastorno más o
menos acentuado lo que desconcierta al lector. El escenario planteado roza lo
inverosímil: un hospital psiquiátrico con suelos enmoquetados, hilo musical,
aire acondicionado, médicos que dejan hacer lo que quieren a sus pacientes, una
enfermera que se salta las reglas para poder mantener una tórrida relación con
Adán, una bodega con selectos vinos o un chef excepcional que prepara
deliciosos platos a diario. De hecho, visitantes de todas partes del mundo
acuden los fines de semana y se entremezclan con los locos para degustar la
exquisita cocina de Pierre Loti. Este escenario solo funciona con unos
personajes como los que plantea Kaniuk, un tema de fondo como el Holocausto
—aunque parezca contradictorio— y sobre todo con un narrador concebido para que
este conglomerado se sostenga. Un narrador en tercera persona omnisciente
respecto de los personajes que se introduce en su mente hasta dejar fluir su
conciencia incluso en medio de un perturbador ataque. Un narrador que solo
cuenta lo que el personaje deja entrever, frecuentemente poco, de manera que la
historia se compone a base de retazos. Sería imposible que la novela funcionara
sin ese narrador que maneja los personajes, la distancia, y las dosis de
surrealismo con destreza y que mantiene a partes iguales la solidez y el
vaivén.
La originalidad de esta obra
esquizoide —tal y como debe ser desarrollándose en un manicomio— es indudable. Cuando
fue publicada pasó desapercibida y en la actualidad es aclamada como una obra
maestra. Estéticamente es sobresaliente. Como he señalado no hay trama
definida, todo es un viaje a través de una bruma condensada por la sinrazón de
la barbarie, el dolor eterno, la culpa lacerante y la más extrema locura. Lo más parecido a Adán Stein son aquellos
extraordinarios Solal y Comeclavos dibujados en sendas obras homónimas por el
escritor francés Albert Cohen, perpetuando a Solal nuevamente en Bella del Señor. Solal y Comeclavos, dos
personajes míticos difíciles de olvidar aunque hayan pasado casi quince años
desde que los encontré. Algo similar sucederá con Adán Stein. Sin embargo,
advierto al lector que esta novela se aleja totalmente de lo convencional. No
es una cuestión de forma, de ritmo, de extensión, de tema. Realmente es una obra
que requiere paciencia e incluso corazón, lo que muchos no están dispuestos a
dar cuando la literatura se convierte en un mero entretenimiento mientras se va
de casa al trabajo y las puertas del metro se abren y cierran continuamente. El hombre perro es un ejercicio
literario. Su lectura es ardua —por lo menos a mí me ha costado— pero tras concluirla el paso del tiempo genera
la sensación de un esfuerzo recompensado.
Hay pasajes, como el peregrinaje
en busca de Dios en el desierto y todo lo que desencadena, que son sublimes. Una
escena tragicómica de altura. Me arriesgo a decir que El hombre perro es una obra que en ocasiones rasga la verosimilitud
de la historia pero sin llegar a caer en el absurdo, aunque esto queda a juicio
del lector. En mi opinión la originalidad estética, el planteamiento de Kaniuk
y los personajes, otorgan un gran valor a una obra que probablemente aporta un
modo distinto de abordar el Holocausto pero sin restar un ápice de severidad al
infausto hecho. Un enfoque distinto y malentendido en su momento, una obra
original que dudo atraiga siquiera a la mitad de los que la comiencen, pero que
formalmente es sobresaliente. Adán nunca deja de ser un payaso como tampoco un
prisionero. La lectura de El hombre perro es como un tortuoso
recorrido que puede resultar duro, pero que al final queda grabado en la
memoria. ¿No es eso lo que se busca con una obra de arte?
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