Vértigo (1990) resulta una obra difícil de
clasificar y escasamente convencional, que nunca podrá abarcar un gran público,
pero que definitivamente suscitará la curiosidad de los que quieren conocer
autores como el propio Sebald. Una obra heterogénea y completa que va del
ensayo al libro de viajes, de la descripción más detallada, casi decimonónica,
a la digresión, del salto temporal al difuminado de la realidad. El narrador
puede ser el propio Stendhal, cuya voz permite un valioso relato sobre la memoria
en medio de la trifulca napoleónica, o un escritor que viaja por ciudades como Viena,
Verona, Venecia o Milán en un presente contemporáneo. Un narrador que recuerda
al propio Sebald y que ofrece un itinerario que combina la reflexión sobre
literatura y el arte con el regreso a los momentos de infancia que iluminaron
lugares tan contradictorios como el deseo o la muerte. Un cuaderno de
anotaciones de un personaje peculiar y poco tratable como es ese escritor que
se empeña en encerrarse en habitaciones y transitar algunos incómodos recodos del recuerdo.
El autor es
libre y no se acoge a norma alguna para conseguir una obra evocadora, pero que con
el abigarrado conjunto que presenta tampoco puede extrañar que resulte ajena
por momentos. En mi caso algunos pasajes, sobre todo aquellos en los que se
incide en la descripción, me han resultado más áridos. Aunque pueda ser pecado
decir algo negativo de Sebald creo que no se molestaría en absoluto y que es
enteramente razonable en este tipo de literatura. Otros momentos de la obra son
magníficos. La libertad en la creación imprime en el lector una sensación de
inestabilidad, quizá de vértigo. Un texto profundo, poco digerible, original y
dispuesto solamente para los que se atrevan a embocar escarpados terrenos literarios.
Los amantes de la narrativa de trama y estructura deberán obviarla porque aquí
se verán asaltados por la enrollada madeja del arte por el arte.
Quizá Vértigo sirva para entender al escritor
en su estado puro, para comprender los elementos que configuran la mera digresión
literaria. Aquella que permite la composición del mundo y convierte a la
palabra novela en una etiqueta confusa.
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