No hacen falta
muchas líneas para describir esta novela de Stefan Zweig. Tampoco para justificar
su lectura. Una obra breve e intensa que roza el alma y convierte las palabras
en algo vivo y tangible. Acabas la lectura y quedas embargado por algo cercano
a la belleza y el dolor, por la infinitud del amor frente a la existencia. Una
prosa clara y sencilla que consigue un efecto semejante a la poesía.
El argumento
no resulta enrevesado. Un hombre recibe una carta de una desconocida que confiesa
que siempre lo ha amado. Según explica, acaba de perder un hijo y en el mismo
lecho de muerte cree conveniente escribir sobre ese amor vivido en silencio
desde que lo vio por primera vez cuando casi apenas era una niña. Un amor
juvenil convertido en obsesión, probablemente malsana, que marcará su existencia.
Una indiferencia que poco a poco se tizna de dolor y frustración, que sorprende
y emociona al lector. Al principio la historia parece cargada de
ingenuidad, como la propia adolescencia de esa mujer, pero no hay que olvidar
que nadie escribe una carta a otro sin motivo. Siempre hay una intención y el
lector debe avanzar en el relato de la mujer.
En la obra no
sobra una palabra, una escena, una lágrima. Una escritura límpida y nada
ornamentada que contribuye a un incremento de la intensidad a medida que avanza
la historia, sobre todo desde la mitad de la obra. Stefan Zweig la escribió en
1922, pero es atemporal, tan vigente como el presente. Llegar al último párrafo
cuando la carta concluye y el hombre ha de vivir con esas palabras escritas es una necesidad.
Después de leer Carta de una
desconocida, no se puede mirar de la misma manera un ramo de flores
blancas.
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