Años luz, escrita por el estadounidense James Salter en el año
1975, es una novela que confirma algo tan inabarcable para cualquier ser humano
como es la futilidad de la existencia. Una novela de las que denomino sin
trama, sin conejos en la chistera, en las que a través de una escritura sobria
se muestra el devenir de unos personajes con el objeto de que el lector aprecie
ciertos reflejos y se sienta sacudido por algo tan aparentemente anodino como
es el curso de la propia vida.
El autor toma como protagonistas
a Viri y Nedra, un matrimonio joven, de clase media alta, con dos niñas
pequeñas. Viven a las afueras de Nueva York, en una aislada casa en el campo junto a un río, alejados del trasiego de la ciudad. Él es arquitecto y
ella, aunque no tiene profesión, es una persona con una energía desbordante.
Los dos ejercen de buenos padres y mantienen entre ellos una actitud civilizada.
Son la típica pareja que da cenas en su casa y conserva un círculo de amigos
estable. Sin embargo, la estructura soportada en la estabilidad y el
convencionalismo concede fisuras bajo las que se cuela la insatisfacción e
incluso el aburrimiento. El lector asiste en la novela a los siguientes veinte
años de esta pareja para ponderar el efecto del paso del tiempo. Los
protagonistas envejecen, las niñas crecen, los caminos se agostan. Salter nos
muestra estos veinte años a través de episodios cortos narrados en tercera
persona, unos centrados en Viri y otros en Nedra, con personajes secundarios
que aparecen y desaparecen, como sucede en nuestras propias vidas, pero cuya
relevancia es importante.
Durante la primera parte de la
novela el matrimonio, la relación entre Viri y Nedra, sus escarceos
extramatrimoniales, sus acuerdos tácitos jamás pronunciados o su papel como
padres, centran los párrafos. Un buen material para la reflexión. Nedra es la
fortaleza, los sueños, el control, la independencia. Viri es un buen padre, pero
parece tocado por cierta abulia. En la segunda parte de la novela, tras una
aséptica separación, el paso del tiempo hace mella en los protagonistas, las
fuerzas escasean y la historia deriva hacia el implacable desgaste que
representan los años. En mi caso es en esta parte donde Salter ha logrado
golpearme. Los lugares pierden su significado, la enfermedad y la muerte son
algo cotidiano, el papel secundario de Viri y Nedra se hace más patente, como
se aprecia en la relación con sus hijas, y el deterioro físico en forma de vejez
es implacable —aunque ni siquiera lleguen a los cincuenta—. Hay episodios como el que relata el final de
Peter Daro que son demoledores. Precisamente personajes secundarios como el
propio Daro, Arnaud o el padre de Nedra muestran momentos cumbre de la novela
porque Salter los utiliza para dejar huella en los protagonistas, pero también
en el lector.
La forma de la escritura es
sencilla y nada recargada. El empleo de diálogos, descripciones y circunloquios
para desarrollar la historia y mostrar los conflictos de los personajes es
equilibrado. Los episodios son cortos y los continuos saltos en el tiempo
permiten que el ritmo no decaiga. Salter usa las descripciones de los lugares
para generar estados de ánimo. Merece la pena señalar el uso minucioso y reiterado de la luz en las escenas. En
definitiva, es una novela que se lee sin dificultad y apta para
cualquier lector siempre que el tema sea del agrado. Por buscar un pero a la
novela se puede señalar que los personajes de clase media alta muchas veces
pecan de languidez y algunos temas como las penurias del trabajo no tienen
cabida en la obra.
En definitiva, una obra muy
recomendable, que refleja magistralmente la trampa que se esconde con el paso
del tiempo, la peculiaridad de las
relaciones, los amores y los afectos, y que conduce a la conclusión de que lo
único imperecedero en esta frágil existencia es la propia muerte.
“Peter Daro no caminó hasta el
mar. Murió en noviembre. En el entierro, su cara dentro del féretro estaba
maquillada con cosméticos, como una anciana invencible o como la cara de un
payaso”.
“Nos conservamos como si fuera
importante, y siempre lo hacemos a expensas de otros. Nos acaparamos.
Triunfamos si ellos fracasan, somos sabios si ellos son necios, y seguimos
adelante, aferrados, hasta que no queda nadie, hasta que no nos queda más
compañía que Dios. En Quien no creemos. De Quien sabemos que no existe”.
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