Siempre he creído que la primera
novela de un autor tiene una pátina especial. El tortuoso camino plagado de
rechazos y dudas convierte muchas veces la publicación en un milagro y deja la
eterna pregunta sobre todas aquellas obras olvidadas en un cajón que pudieron
tener un destino distinto, quizá brillante. Un universo de obras desaparecidas,
de talentos literarios no consumados, de azar delirante. De este periplo no
escapó La ciudad y los perros, novela
premiada y de éxito casi inmediato, que se considera un hito dentro del
fenómeno literario conocido como boom latinoamericano, pero que fue rechazada y
vio la luz gracias a la insistencia creadora del autor y a la figura de Carlos
Barral, que propició su publicación en la España de la censura en 1963. Con un
azar cruel o con un ánimo tendente al abandono la obra se habría olvidado y
Vargas Llosa puede que fuera un ser anónimo con una vida dedicada a una
profesión anodina al cuidado de su familia. Habría sido una lástima porque se
trata de una obra meritoria para la edad con la que contaba el autor, con algo
más de veinte años, y que décadas más tarde goza de vigencia, algo nada
sencillo.